Por Federico Geller
Desde mediados del siglo XIX hasta principios del XX la medición de los volúmenes cerebrales constituyó un poderoso argumento de justificación del orden colonial por parte de científicos europeos y norteamericanos.
Ya sea por medio del llenado de cráneos con perdigones o por la medición directa de los cerebros, los resultados atestiguaban una llamativa diferencia a favor de las capacidades craneales de los blancos con respecto a otras razas. Las diferencias también eran claras cuando la comparación se hacía entre géneros, explicando el predominio de los hombres sobre las mujeres. La base teórica de este argumento residía en un razonamiento tan sencillo y elocuente como la regla de tres simple: si se piensa con el cerebro, un cerebro grande piensa más y mejor que uno pequeño. No era de extrañarse entonces que el poder residiera en los individuos con cerebros mayores: los hombres de tez blanca. Incluso dentro de ellos se podía observar el cumplimiento de esa regla al comparar entre sí a las razas blancas: los ejemplares de razas nórdicas se destacaban más que los de razas mediterráneas o centroeuropeas por ser más cabezones y, por ende, más inteligentes. Estos resultados podían molestar a los idealistas, pero eran el resultado, según quiénes los proclamaban, de mediciones objetivas y no de prejuicios. De este modo, toda lucha por abolir los privilegios de las clases superiores sería inútil por tratarse de una lucha contra la naturaleza misma, contra propiedades inherentes de los organismos e inmunes a cualquier esfuerzo de cambio social. La sociedad, para aprovechar mejor sus recursos, tendría que adaptarse a la naturaleza de los seres que la componen y no al revés.
Las mediciones de volumen cayeron en descrédito cuándo se comprobó que el tamaño de las cabezas estaba correlacionado con la estatura. Las personas altas tienen cerebros más voluminosos: las mujeres tienen en promedio un cerebro menor volumen porque en promedio son más bajas.
Pero los negros no son en promedio más bajos que los blancos: las medidas promediadas de su cerebro eran menores con respecto al hombre blanco porque las medidas estaban mal tomadas y/o mal promediadas y/o provenían de un mal muestreo: malabares estadísticos torcidos por prejuicios en forma consciente e inconsciente. Stephen Jay Gould hace una disección rigurosa de tales procedimientos en La Falsa Medida del Hombre.
El nuevo instrumento de los racistas biológicos fue el test de Coeficiente Intelectual, una herramienta de discriminación que afectó millones de vidas humanas al ser utilizada como criterio de selección inmigratoria, de promoción social y de prácticas eugenésicas. Los tests se diseñaron a partir de los cuestionarios de Alfred Binet, quien deseaba detectar problemas de aprendizaje en los niños para poder nivelarlos. Binet fue determinante en que sus test no medían la inteligencia y no debían ser utilizados para discriminar entre los alumnos, tal como finalmente se hizo en Norteamérica, Inglaterra y otras naciones. Los impulsores de los test de CI afirmaban haber encontrado un modo objetivo de medir la inteligencia y expresarla en único número. La inteligencia era para ellos una cosa medible que residía en el cerebro y, como ocurre con otras características físicas del organismo, capaz de ser heredada genéticamente. La falsificación de datos, los errores estadísticos y las condiciones en que eran aplicados no son anecdóticos para quien desee conocer un modelo histórico de mala ciencia, pero lo más importante para destacar en la historia de esta falacia son la reificación y las herramientas de análisis estadístico construidas ad-hoc. La reificación, una tradición en el determinismo biológico, consiste en tratar a un comportamiento como un objeto: la inteligencia (cuya definición ya es compleja) sería una estructura única que yace en el cerebro o el alcoholismo residiría en los genes, distantes y preexistentes al mundo de las relaciones sociales y de la historia de un individuo. La principal aberración estadística en la historia del CI fue el coeficiente g de Spearman, el caballito de batalla de sir Cyril Burt, impulsor de los tests en Gran Bretaña. El coeficiente g fue calculado como el componente principal de los tests aplicados a un mismo individuo utilizando el análisis factorial: es la expresión de una correlación entre muchos valores. El poder reducir los resultados de sus tests a un sólo número era una prueba, para Burt, de que la inteligencia era una cosa que efectivamente existía, que podía ser medida y heredada genéticamente…
Paradójicamente, el cálculo de los componentes principales, una herramienta estadística que nació con fines racistas, ha sido de gran utilidad para el estudio de las migraciones humanas realizado por Luigi Cavalli-Sforza, cuyos resultados inhabilitan el uso científico del término "raza".
La función de legitimación, antes de la revolución industrial y el desarrollo del capitalismo, la cumplía la iglesia. El orden feudal era grato a los ojos de Dios: el señor estaba a cargo de la guerra, el cura responsable de orar y el campesinado de labrar la tierra. Los gobernantes obtenían su soberanía directamente del cielo y no de su naturaleza biológica, por medio del derecho divino, el cual llegó a su fin cuando las cabezas de los monarcas rodaron merced a las guillotinas de las revoluciones burguesas.
La utilización de la ciencia como fuente de legitimación del orden social es una práctica ideológica de origen capitalista. A lo largo de su historia varían las técnicas de medición y los objetos a medir y comparar, pero hay líneas de continuidad argumental: su supuesta objetividad desapasionada, la presencia de atributos hereditarios e inmutables y la recomendación de políticas de control social favorables a los sectores dominantes (La biología de Lysenko también realizó aberraciones ideológicas en nombre de la objetividad científica, las cuales fueron funcionales al poder stalinista, pero su objetivo era el de negar la existencia de atributos hereditarios, con lo cual promovió la persecución de destacados genetistas soviéticos).
La imagen del burgués emprendedor enfrentado al absolutismo monárquico, que irrumpe en el espacio económico y político, mientras proclama la libertad de los individuos como un derecho inalienable, tiene su paralelo en la disputa por la hegemonía de la interpretación de la realidad. En este caso, el científico se enfrenta al dogma religioso con sus propios instrumentos materiales y conceptuales, estableciendo una relación directa y objetiva con el mundo, sin la mediación de las sagradas escrituras. La libertad de comercio y de pensamiento buscaron su espacio como banderas de una clase social que se enfrentaba a una alianza de poderes terrenales y espirituales. Dicha clase sólo saldría victoriosa aliándose a los desposeídos bajo el lema de Liberté, Egalité et Fraternité. El carácter pretendidamente igualitario de esta clase emergente devino en conservadurismo una vez que se afianzó en el poder. La justificación de la nueva sociedad de clases ya no podía encontrarse tan fácilmente en el viejo ni en el nuevo testamento. La sociedad de los iguales se probaba imposible, ya no por designio divino, sino por la capacidad diferencial de los individuos en la lucha hobbesiana del todos contra todos. Oh, casualidad que en esa lucha triunfaban casi siempre los mismos: los hombres blancos. En algún aspecto extradérmico debía residir la explicación: una inteligencia superior heredada, de un modo diferente a la herencia de los bienes, pero funcional a la misma.
El racismo no es un invento científico: los zoológicos humanos de la Europa del siglo XIX, visitados por millones de personas, aportaron más a la construcción del estereotipo del salvaje que los papers craneométricos. La función social de la ciencia no es legitimar la desigualdad social, aunque se le eche mano para tales efectos. De hecho, las críticas más poderosas contra el racismo biológico han surgido en el seno de la propia biología. Sin embargo los científicos con tesis racistas gozan de una difusión masiva gracias a que sus argumentos son bien recibidos por la clase poseedora de los medios de comunicación.
Es imprescindible que los biólogos sean conscientes de los aspectos ideológicos de su disciplina. Un mayor conocimiento de la Historia Social de la Biología nos permitiría estar más alertas a la justificación pseudo científica de prácticas inhumanas, ser más vigilantes de las metáforas con las que se construye el discurso científico y ganar objetividad y autonomía intelectual. Nuestro conocimiento sobre la Naturaleza será mayor y más consistente cuando conozcamos mejor los procesos sociales de construcción del conocimiento de los cuales somos objetos y sujetos.
Bibliografía recomendada:
Stephen Jay Gould,
La Falsa Medida del Hombre
1997, CRITICA (Grijalbo Mondadori)
Richard Lewontin, Leon Kamin y Stephen Rose
No está en los Genes
1996, CRITICA (Grijalbo Mondadori)
Luigi Cavalli-Sforza
Genes Pueblos y Lenguas
1997, CRITICA (Grijalbo Mondadori)
Julian S. Huxley y A.C. Haddon
Los Problemas Raciales
1951, Editorial Sudamericana
Adelante con su iniciativa!!! Como le decía al colega Daniel, así nos estamos preparando para sumergirnos en el plan ceibal sin ahogarnos en el intento. O, dicho de otro modo: si vas a sumergirte, hazte buzo.
ResponderEliminarTe dije que no pusieras así en bruto lo que te di, pero parece que le hablo a las paredes (jajaj). Alguna imagen por lo menos...
Ya estoy leyendo el libro que me prestaron "La falsa medida del hombre". En realidad es sobre la inteligencia. Pero tiene mucho que ver.
Estamos trabajando juntos!! Que no es poca cosa...
Marcelo le di una ojeada al blog, me gusto. Pienso que los materiales que estas colgando están buenos y dan para trabajarlos y reflexionar.No conozco la dinámica de uso, pero observé escasas intervenciones, me gustaría hablar contigo mas sobre el uso que se le está dando. un abrazo Ruben
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